El placer en la alimentación no necesariamente está relacionado con grandes comilonas y rebuscadas preparaciones ni tampoco está reñido con la salud. Una alimentación sana debe de darnos también placer ya que si es agradable mantendremos esas pautas.
El gran error de nuestra cultura está en la necesaria asociación entre placer y exceso en cuestiones relacionadas a los sentidos. Cuanta más estimulación de sensaciones reciben nuestros cinco sentidos, más y más novedad y acumulación de estímulos se necesita para producir placer. Y esto funciona tanto para los placeres visuales como auditivos o del gusto. Creer que, en cuestiones de salud, alimentación y placer van reñidos, es un gran error que puede llevarnos a importantes alteraciones en muchos campos de la salud.
El placer y alimentación no necesariamente está relacionado a grandes comilonas y rebuscadas preparaciones. Tampoco una dieta saludable se define por estrictas prohibiciones y aburridas ingestas. Trabajar sobre la definición de lo que nuestro paladar considera gustoso es modificar una imposición cultural que muchas veces no nos beneficia. Así lo han entendido quienes, en situaciones críticas de salud, se han visto obligados repentinamente a aprender nuevamente a saborear y a encontrarle el gusto a otros alimentos. Los criterios acerca de lo que es sabroso cambian en las distintas culturas y regiones del mundo, lo cual demuestra que se trata es de una cuestión de hábito.
Modificar esos hábitos en nuestra alimentación, aprendiendo a elegir lo que es sano y a la vez placentero, puede prevenir muchas patologías como el colesterol, la ateroesclerosis, las enfermedades cardiovasculares, la hipertensión, etc.
Equilibrio Así como el crecimiento intelectual y la cultura crecen de acuerdo a la cantidad y calidad de los conocimientos adquiridos, la base del bienestar físico es una alimentación balanceada y natural, pero esto de ninguna manera significa dietas estrictas y privadas de placer.
Comer sanamente no significa que tengamos que privarnos de todo lo que nos gusta: lo mejor es comer variado y saber qué comer, cuándo, en qué cantidades y cómo presentarlo. Para ello, es necesario tener información básica sobre las necesidades del organismo, y las combinaciones que admite una alimentación equilibrada.
También es necesario disponer el tiempo suficiente para organizar, cocinar y paladear la comida. El organismo humano está diseñado para conseguir su función óptima con un régimen bajo en grasas, regular en proteínas, muy bajo en azúcar y alto en fibra y otros carbohidratos.
Según los antropólogos, la dieta que alimentó a nuestros ancestros de muchas generaciones atrás tenía esas características. Al parecer, ellos se alimentaban mucho más sanamente, atendiendo a sus necesidades naturales y prestando atención a los mandatos del cuerpo. La dieta actual de las sociedades occidentales, sobre todo las urbanas, se compone de doble cantidad de grasas, una proporción mucho más alta de ácidos grasos saturados frente a los insaturados, un tercio de la ingesta diaria de fibra recomendada, mucho más azúcar y sodio, menos carbohidratos complejos y escasos micronutrientes.
Para recomponer este desbalance debemos aprender a elegir los alimentos y combinarlos en proporciones más sanas, según el siguiente esquema:
- Cereales integrales de 6 a 11 porciones que aportan energías y vitaminas.
- Hortalizas de 3 a 5 porciones.
- Frutas de 2 a 4 porciones.
- Proteínas animales y vegetales de 2 a 3 porciones, aumentando el consumo de pescado en relación a las otras carnes.
- Lácteos de 2 a 3 porciones.
- Grasas, aceites, harinas y azúcares: una ínfima proporción.
Esta es sólo una guía que puede servir de modelo, pero los nutricionistas advierten que cada organismo es diferente, debiéndose atender a las señales de saciedad que emite el propio cuerpo. Los riesgos de una mala alimentación pueden incluir excesos y defectos, y sus efectos van desde la desnutrición a la obesidad, pasando por la bulimia y la anorexia.
La desnutrición se manifiesta fundamentalmente como consecuencia de grandes problemas estructurales de la sociedad, como la pobreza, marginalidad, desocupación, falta de educación, etc. La obesidad, en cambio, es una enfermedad que está muy ligada a problemas en los hábitos de consumo.
Entre los hábitos que conducen a la obesidad se destaca el consumo de grandes cantidades de la denominada "comida chatarra": muchas grasas y azúcares, hamburguesas, tocino con huevos, helados, gaseosas, papas fritas, etc. Si bien la obesidad se da con mucha frecuencia en los países desarrollados, entidades como la OPS advierten del crecimiento en sociedades más carenciadas, como consecuencia de una dieta desbalanceada.
En esas circunstancias, las personas engordan por el consumo excesivo de harinas: pan, fideos, arroz, frijoles, según la región. Otras alteraciones como la bulimia y la anorexia se deben más bien a los mandatos sociales sobre el ideal de belleza, sobre todo en la adolescencia y la juventud. Todas estas cuestiones deben ser aprendidas desde muy pequeño en el ámbito familiar y escolar. Es prioritario dar un lugar de importancia al momento de la comida, en el que además de una necesidad biológica se satisfagan la necesidad de encuentro con los afectos, de diálogo, de comunicación. Cuando las condiciones de vida no permitan hacer un alto varias veces al día para sentarse en torno a una mesa y compartir el ritual de la comida compartida, es preferible elegir al menos uno para respetarlo y repetirlo diariamente.
De ese modo, el acto de comer con otros constituirá efectivamente un ritual que transformará el mero acto mecánico de la ingesta en un momento en el que placer y salud se encuentren a través de la alimentación. Transformar al comer en un momento de alegría, creatividad y placer no es difícil. Sólo es necesaria una férrea convicción, algo de buena información y el deseo de mejorar nuestra calidad de vida.